La producción desenfrenada de prendas ha llevado a la industria del vestido a ser una de las más contaminantes del mundo. La gran oportunidad es reutilizar la ropa que ya ha sido producida, la cual, dicho sea de paso, puede dotarnos de un toque de originalidad
Camino por las calles de la cosmopolita Barcelona acompañado por uno de mis hijos de 13 años. De pronto, entre las múltiles tiendas que abarrotan esta capital europea de la moda, el adolescente se siente atraído magnéticamente por una tienda a la que me pide entrar: “está épica”, me dice emocionado.
El establecimiento se llama Humana y su giro comercial es vender ropa recuperada bajo el sello de “vintage”, palabra cuyo origen viene del término francés “vendenge”, que significa “cosecha” o “vendimia”. Originalmente, se utilizaba en el contexto de la producción de vino para referirse a la cosecha de uvas de un año específico. Con el tiempo, su significado se amplió para describir objetos, prendas de vestir o productos que tienen cierta edad y que se consideran representativos de una época pasada.
Me siento en un cómodo sofá a esperar a mi hijo. Imposible no pensar en las palabras del sociólogo Edward Salazar, quien estudia la moda y la define como un fenómeno cíclico y efímero cuyo fin último es matarse y volver a empezar.
Un ciclo que —reflexiono— se ha convertido en una trampa insalvable para el ser humano. De acuerdo con un estudio de la revista Nature, en los últimos 40 años, las grandes marcas han duplicado la producción de prendas de 5.9 a 13 kg al año. ¿A qué se debe esta producción desproporcionada que supera por mucho la necesidad de vestirnos?
La respuesta está en el fast fashion, una actividad que impone tendencias y construye mercados instantáneamente, lanzando microtemporadas casi semanalmente a precios muy bajos y que, por si no bastara, promete aumentar su producción actual de 62 millones de toneladas de productos textiles por año a 102 millones de toneladas para el 2030.
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